DERECHO A LA VERDAD, DERECHO A LA
JUSTICIA
Sin la verdad, la justicia es
una farsa o cualquier cosa. Que un caso llegue ante un juez no equivale, per
se, realización del derecho a la justicia, por mucha razón que tengamos. Si la
verdad sobre un hecho no logró la dicha de judicializarse, la reparación
integral del daño causado por una ofensa se traduce o reduce a un engaño y los
más probable es que la garantía de no repetición sea una ilusión o un legítimo
deseo burlado por la impunidad.
La impunidad representa una
autorización para que los violadores de derechos humanos sigan haciendo de las
suyas. Un criminal que por sus conexiones con el poder, no recibe la sanción en
proporción a la gravedad del delito cometido, seguirá actuando con desprecio a
la sociedad, por cuanto para él no existe ninguna ley que en los hechos se lo
impida.
El crimen sin castigo, es un
desprecio a la vida, a los derechos humanos. Por eso resulta de vital
importancia la existencia y vigencia efectiva de un régimen jurídico de derechos,
donde la ley sea sinónimo de derechos. Las sistemáticas y graves violaciones a
los derechos humanos es una histórica problemática sin solución definitiva de
la que aún pagamos consecuencias con víctimas, ciudadanía y defensores en lucha
que no nos resignamos a convivir con ese flagelo con la lógica de “no meternos
a problemas”.
La mayoría de nuestros países
padecieron de dictaduras militares, superadas, se supone, por “el retorno a la
democracia”, en las que siguen pendiente de justicia crímenes contra los
derechos humanos como: La vida, la libertad individual, la integridad personal.
Por el contrario persisten prácticas de torturas, desapariciones y ejecuciones
arbitrarias, independientemente que ya no sean con la misma dimensión de las décadas
pasadas. En muchos de los crímenes ha prevalecido la impunidad de hecho o
mediante las concesiones de amnistías e indultos, porque a los poderosos de
todos los signos pocas veces los alcanza la cárcel para pagar por sus responsabilidades.
Al respecto hemos escuchado que
eso ha sido así por el bien común, la paz y la gobernabilidad… esa ha sido la
garantía de los impunes, mientras miles de víctimas y familiares de casi todo
el continente y más allá, esperan la verdad, ocultada y olvidada por la memoria
oficial que defiende el Statu Quo. Por eso en la actualidad, hablar de la Ley y
el Orden es en la práctica la estabilidad del poder, vacío de contenido esencial,
donde los derechos humanos no son la razón de ser del Estado y gobierno. Por
ende, en ese tipo de Estado una sociedad no puede gozar a plenitud de sus
derechos, como la paz, la justica y la libertad.
El derecho a la verdad y el
acceso a la justicia se discute y reclama en todas las esferas públicas, siendo
en los casos criminales los de mayor gravedad, sin restar importancia por
ejemplo a un trabajador o trabajadora que no logra que le paguen su caso
“ganado” en juicio, simple y llanamente porque el señor patrón es de esos
intocables y cercano al poder de turno; o los despojos de propiedades por parte
de viejos y nuevos poderosos y sus allegados, como las invasiones a tierras
indígenas, con asesinatos en la impunidad.
El Estado está obligado a investigar
para descubrir la verdad a la
que tienen derecho víctimas y familiares. Esa obligación y derecho incluye que
sea una investigación exhaustiva, inmediata, creíble e imparcial. Los
estados deben garantizar las debidas diligencias de investigación. Para lo cual no cabe la excusa de: No tenemos
vehículos, no tenemos gasolina y todos los cuentos que agentes del Estado
alegan cuando no están cumpliendo su obligación de buscar la verdad para que se
haga justicia por parejo, independiente de que víctimas o victimarios sean o no
gente VIP.
En
Nicaragua la supuesta incapacidad para esclarecer un caso concreto, se
contradice en los hechos cuando observamos operativos desmedidos para atrapar a
personas de interés para los poderosos, cuya persecución en no pocas veces es
por las mismas razones económicas y políticas que impiden se le haga justicia a
muchos.
Una investigación objetiva debe determinar las causas,
formas, motivaciones del crimen, las personas responsables sea material e
intelectual y cuando se trata de cuerpos como la policía o militares, debe
establecerse la responsabilidad sobre la base de la jerarquía. Si los agentes
del Estado han hecho uso indiscriminado y desproporcionado de sus armas de
fuego, con resultados graves para la integridad y la vida de las personas, se
debe establecer no sólo quiénes dispararon en el terreno, sino quienes
ordenaron el operativo y quiénes dieron la orden de disparar, porque los
cuerpos armados se rigen bajo principios de orden, mando y obediencia,
independientemente de que la última no exime al agente del Estado o soldado de
su responsabilidad.
Dicho lo anterior creo que podemos deducir o encontrar las explicaciones
(no justificación) del por qué en Nicaragua hay incontables crímenes en la
impunidad, recientes y pasados, sean asesinatos, ejecuciones, desapariciones,
torturas, violaciones, asaltos con y sin metralletas, crímenes todos con el
común denominador de impunidad de hecho o con el disfraz de la legalidad, con juicios
simulados que evidencian el ridículo de una administración de justicia que se
jacta de independiente, eficaz y de las mejores, similar al cuento del país más
seguro.
Esa es la realidad de las víctimas de diversas masacres y ejecuciones
recientes, como el bombazo de Pantasma. La masacre de Las Jaguitas nos ilustra
esa pantomima, burla de la justicia o payasada como la denominó oportuna y
acertadamente la señora Yelka Ramírez, sobreviviente de la misma. Exactamente
en este crimen de Estado se observan las características de la impunidad antes
anotadas: “Agentes encargados de hacer cumplir la Ley”, con preparación
especial para el empleo de fuerza y armas de fuego como el Ak (como si fuera
acción de guerra), con casi 50 impactos de balas en el vehículo que trasladaba
a la familia Reyes Ramírez con tres asesinados (dos niñas y una joven). Acabaron con sus proyectos de vida.
Una acusación dirigida a minimizar las responsabilidades del crimen,
casi que terminan culpables las víctimas porque los asesinos “creyeron” que su
jefe estaba siendo atacado por Yelka y su esposo Milton. En fin como este caso
es ampliamente conocido se puede resumir en que se trata de un crimen
organizado desde el Estado, con jefes que ordenaron matar a alguien y después
salieron con que fue por error. Un caso que se llevó al juzgado pero que no se
hizo justicia porque de la verdad solo hemos conocido lo que han contado los
sobrevivientes.
Un crimen de Estado que está quedando en la impunidad disfrazada con
sentencia judicial en la que todos sus operadores se confabularon para
minimizarlo, donde los nueve acusados se declararon culpable no por casualidad,
sino precisamente para esconder la verdad, de la que no se habló porque no hubo
juicio y con ello no se hable más.
A una familia que ha sido
ofendida por la muerte de un ser querido en manos de un agente del Estado o un
criminal común, cuando se hace justicia precedida por la verdad, le representa una
forma de comenzar a cerrar todo un ciclo o proceso angustioso e inhumano, es
una de las formas para culminar el duelo.
Consecuencia de todo crimen de este tipo está que el Estado asuma y
pague los daños causados por sus agentes, como lo dicen instrumentos internacionales de DH, la Constitución de
Nicaragua en su artículo 131 y el Código Penal; y la familia de Yelka no tiene por qué estar
sometida a más sufrimientos y tener que hacer plantones en la entrada del
edificio de la institución que masacró a sus tres seres queridos. El Estado
debe pagar y a lo inmediato, eso parte de lo que se llama reparación, última
que no es integral si no se conoce la verdad, por ende si no se hace justicia.
Según la jurisprudencia del sistema de protección de derechos
interamericanos el Derecho a la Verdad, no estaba concebido expresamente en los instrumentos internacionales de DH. Ha sido elaborado (construido) mediante el proceso de estudio y
resolución de casos con graves violaciones a derechos humanos. El derecho a
la verdad está vinculado con los derechos a las garantías judiciales y
protección judicial (Artos XVIII y XXIV de la Declaración Americana,
8 y 25 de la Convención y con el Derecho a la información.
Por eso y desde los primeros fallos sobre los crímenes relacionados a
desapariciones forzadas y ejecuciones es que las sociedades de nuestro continente
cuentan con mecanismos de protección que fortalecen esa larga lucha en busca de
la verdad y la justicia, y por supuesto para
lograr que nunca más esos abusos. Recomiendo el valioso Informe
Sobre el Derecho a la verdad en América 2014 de la CIDH.
No puedo cerrar la presente reflexión sin reiterar mi reconocimiento a
las familias de las víctimas que, como Yelka Ramírez han enfrentado su duelo,
no quedándose conforme en su condición de víctimas, dándonos una lección
extraordinaria, valiente y digna en la lucha por la verdad y la justicia, que
incluye la reparación de los daños causados, para lo cual se exigen derechos y
no el gesto de un gobierno caritativo que “ayuda con el dinero ajeno”. Lo menos que podemos hacer es acompañarles en su legítima demanda de reparación que no es igual a limosna. Merecen nuestra solidaridad activa.
Víctimas de la masacre, para que no olvidemos sus nombres como escribió un amigo: Aura Marina y José Efraín Reyes Ramírez, de 12 y 11 años,
respectivamente y Katherine Ramírez Delgadillo, de 22 años; hijos y hermana
menor de Yelka, respectivamente. Con heridas graves Myriam Natasha Guzmán Ramírez, de 5 años hija de Katherine, y Axel Reyes de 13 años, hijo de Yelka Ramírez, esposa de Miltón Reyes.